Erase una vez, en un país muy cercano, un reino amenazado por un
terrible dragón.
Angustiados, sus habitantes decidieron recurrir al general
retirado Jaralín, de ilustre pasado aunque algo ajado a la sazón, pese a que
cultivaba con esmero su fama de guerrero. Mientras aceptaba el encargo, Jaralín
se prometió a sí mismo que nunca más volvería a bajarse de la carroza. Con la
primera vez había sido suficiente.
- ¡Encuentra aliados para combatir juntos al dragón!, le pidieron
y Jaralín, tras mudar su viejo terno militar por unas ajustadas y coloridas
mallas, algo impropias para su edad, de rayas amarillo y morado, emprendió
viaje para parlamentar secretamente en países extranjeros, también preocupados
por la amenaza de la bestia.
No todo sucedió a gusto de nuestro héroe, porque algunos, por su
cuenta, empezaron a hacer campaña a favor de aliarse con reinos sureños vecinos
en lugar de recurrir al extranjero. Pero Jaralín, que ya había hecho sus
tratos, recurrió a su arma secreta: una flauta mágica que conseguía robar la
voluntad de todos los que la escuchaban, de modo que, como ratoncitos, seguían
el paso que Jaralín les marcaba con sus hipnóticas melodías. Así, el viejo
general metió en la cabeza de todos que con la alianza sureña tendrían que
pagar un tributo del décimo de todas sus riquezas, además de otras muchas
plagas y desgracias que les vendrían. Y no se privó de ningún gesto de desprecio
ni desdén hacia los susodichos vecinos.
Jaralín proclamó solemnemente que sólo él podía salvar a los
afligidos y anunció con gran pompa y circunstancia la creación de la
Confederación de la Mar Salada, una cuádruple alianza con otros países
extranjeros que ahorraría pagar nuevos impuestos y que terminaría con la
amenaza del dragón. A cambio, sólo pedía un asiento en el consejo confederal y
la llave de la caja de caridades y beneficencias del reino.
¡Qué fascinados estaban todos escuchando las melodías que salían
del mágico instrumento del artista Jaralín! Hasta que, sin aviso previo, la
feliz confederación se convirtió en Imperio y los habitantes de sus países
empezaron a tener que pagar mucho más que el diezmo con que se les amenazó al
principio. Y cuanto más pagaban, más desastres ocasionaba el dragón y más se
volvían a elevar los impuestos. Incluso tuvieron que vender una parte del
Imperio.
El gran Jaralín seguía tocando su flauta mágica, pero olfateaba
que las cosas se ponían difíciles. Al imperio cada vez le costaba más sacarle
jugo a sus súbditos, con lo que el séquito de rapsodas y juglares que cantaban
las glorias de Jaralín disminuía al ritmo que bajaban los fondos que se podían
destinar a su caja de caridades y beneficencias.
Su instinto le decía que si quería seguir montado en carroza debía
apearse del barco. Así que cambió la melodía. Era necesario que el Imperio se
disolviese para que los habitantes de su reino se aliasen con sus antiguos
vecinos del Sur. Las malas lenguas decían que andaba cortejando a una poderosa
reina sureña de la que esperaba nuevas dádivas y canonjías aunque a sus
paisanos este cambio les costase vida y hacienda.
Y un buen día, mientras desfilaba en su carroza, asomó su rostro
por la ventanilla y se fijó en que un mozalbete lo miraba fijamente con ojos
como platos. Su curiosidad iba en aumento conforme la cara del muchacho se iba
desencajando, hasta que, de repente, éste fue capaz de
articular un grito desgarrador que resonó por todo el país.
¡Mirad, es
el dragón!
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