martes, 12 de abril de 2016

EL FLAUTISTA DE JARALÍN

Erase una vez, en un país muy cercano, un reino amenazado por un terrible dragón.

Angustiados, sus habitantes decidieron recurrir al general retirado Jaralín, de ilustre pasado aunque algo ajado a la sazón, pese a que cultivaba con esmero su fama de guerrero. Mientras aceptaba el encargo, Jaralín se prometió a sí mismo que nunca más volvería a bajarse de la carroza. Con la primera vez había sido suficiente.

- ¡Encuentra aliados para combatir juntos al dragón!, le pidieron y Jaralín, tras mudar su viejo terno militar por unas ajustadas y coloridas mallas, algo impropias para su edad, de rayas amarillo y morado, emprendió viaje para parlamentar secretamente en países extranjeros, también preocupados por la amenaza de la bestia.

No todo sucedió a gusto de nuestro héroe, porque algunos, por su cuenta, empezaron a hacer campaña a favor de aliarse con reinos sureños vecinos en lugar de recurrir al extranjero. Pero Jaralín, que ya había hecho sus tratos, recurrió a su arma secreta: una flauta mágica que conseguía robar la voluntad de todos los que la escuchaban, de modo que, como ratoncitos, seguían el paso que Jaralín les marcaba con sus hipnóticas melodías. Así, el viejo general metió en la cabeza de todos que con la alianza sureña tendrían que pagar un tributo del décimo de todas sus riquezas, además de otras muchas plagas y desgracias que les vendrían. Y no se privó de ningún gesto de desprecio ni desdén hacia los susodichos vecinos.

Jaralín proclamó solemnemente que sólo él podía salvar a los afligidos y anunció con gran pompa y circunstancia la creación de la Confederación de la Mar Salada, una cuádruple alianza con otros países extranjeros que ahorraría pagar nuevos impuestos y que terminaría con la amenaza del dragón. A cambio, sólo pedía un asiento en el consejo confederal y la llave de la caja de caridades y beneficencias del reino.

¡Qué fascinados estaban todos escuchando las melodías que salían del mágico instrumento del artista Jaralín! Hasta que, sin aviso previo, la feliz confederación se convirtió en Imperio y los habitantes de sus países empezaron a tener que pagar mucho más que el diezmo con que se les amenazó al principio. Y cuanto más pagaban, más desastres ocasionaba el dragón y más se volvían a elevar los impuestos. Incluso tuvieron que vender una parte del Imperio.

El gran Jaralín seguía tocando su flauta mágica, pero olfateaba que las cosas se ponían difíciles. Al imperio cada vez le costaba más sacarle jugo a sus súbditos, con lo que el séquito de rapsodas y juglares que cantaban las glorias de Jaralín disminuía al ritmo que bajaban los fondos que se podían destinar a su caja de caridades y beneficencias.

Su instinto le decía que si quería seguir montado en carroza debía apearse del barco. Así que cambió la melodía. Era necesario que el Imperio se disolviese para que los habitantes de su reino se aliasen con sus antiguos vecinos del Sur. Las malas lenguas decían que andaba cortejando a una poderosa reina sureña de la que esperaba nuevas dádivas y canonjías aunque a sus paisanos este cambio les costase vida y hacienda.

Y un buen día, mientras desfilaba en su carroza, asomó su rostro por la ventanilla y se fijó en que un mozalbete lo miraba fijamente con ojos como platos. Su curiosidad iba en aumento conforme la cara del muchacho se iba desencajando, hasta que, de repente, éste fue capaz de articular un grito desgarrador que resonó por todo el país.

¡Mirad, es el dragón!



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